Aquel hombre atraía mi atención como un imán a los clavos. De mediana edad, algo obeso aunque sin morbidez, aparecía sudoroso, inquieto, recorría con insistencia una y otra vez la hilera de mesas de la terracita como sopesando donde sentarse. Era evidente que le apremiaba la sed y ademas, dada mi experiencia personal, podía apostar a que la próstata también le estaba oprimiendo la vejiga.
Ocurrió hace mucho, mucho, tiempo, en el año del “bicho” en lo que se dio en llamar pandemia. Estábamos en una preciosa mañana de primavera, pero nadie parecía darse cuenta, él tampoco, llevaba un buen rato agobiado y no se atrevía a sentarse en la mesa más retirada a la que llegaba en cada intento. Tampoco parecía que entrar en el local fuese de su agrado.
Los transeúntes se desplazaban con mascarilla, él llevaba dos, a la mayoría del personal que como yo disfrutaba allí sentado en la terraza, había que buscársela. Podían llevarla protegiendo la barbilla, de bufanda, en el codo o colgando de una oreja. En fin, en cualquier sitio, menos donde se recomendaba.
Él procuraba no acercarse a nadie, esquivaba a cualquier transeúnte como si se encontrara en un partido de béisbol. Tan pronto se acercaba dubitativo a la puerta del establecimiento, como de nuevo volvía al partido, se desplazaba y se situaba al borde de aquella última y apartada, mesa con aparente intención de sentarse. En una de esas veces casi lo arrolla el camarero en la misma entrada del local y a punto estuvieron de caerse con bandeja y todo.

Les vi hablar algo, mejor diría que fue al camarero al que percibí señalando hacia el interior. Aquel hombre entró después de desinfectarse minuciosamente las manos y al rato el camarero situó un botellin de cerveza y un plato con algo que no pude distinguir, en la vacía mesa objeto de las dudas del momentáneamente desaparecido señor.
Poco rato después, se le vio ya mas calmado y tras desinfectarse de nuevo, acudió a la mesa y una vez mas le asaltó la duda. Llamó al camarero y este pasó un paño por la mesa y la silla. Por fin se sentó, y no sin pocos aspavientos consiguió llevarse el botellin a los labios.
Lo que pasó a continuación no os lo podríais creer ni aunque os lo afirmara bajo juramento. Menos mal que lo podéis consultar en la hemeroteca de la época. Un ruido enorme precedió al desconcierto general. Gritos, desbandada del personal, mesas y contenido por los suelos, mas gritos. Entre todo aquel ruido yo pude distinguir dos palabras: “un medico” y “112”, llamé mientras me acercaba rápidamente a lo que parecía el origen de aquel disturbio.
La mesa y el hombre que tanto dudaba yacían rotos y esparcidos por el pavimento. Pero había algo mas, ese algo era otro hombre que al parecer había caído de no se sabe muy bien donde. Los médicos del “112” certificaron la muerte instantánea de ambos.
Mi padre solía decir: “cada uno tenemos tatuada la fecha de caducidad en el culo. Lo que pasa es que está en tinta trasparente y por eso no la podemos ver”.
Fer.